La historia de Juan Pablo Romero y Los Patojos, un proyecto de educación alternativa y comunitaria que está transformando la vida de niños y adolescentes en situación de riesgo social en el municipio de Jocotenango
Juan Pablo Romero no es un maestro cualquiera. Este joven guatemalteco tenía 23 años cuando decidió renunciar a la comodidad de su puesto de trabajo en un colegio católico privado para iniciar una aventura educativa incierta, pero mucho más coherente con su forma de entender la vida.
El día en que la hermana superiora entró en su clase y lo encontró enseñando geografía con una nariz de payaso y la camisa fuera del pantalón fue el principio del fin. ¿Acaso no podía comportarse como un «maestro normal»? «Aprendí todo lo que no tengo que hacer, me di cuenta de que el sistema educativo en nuestro país era una réplica mediocre del sistema occidental», cuenta desde Jocotenango. Los Patojos, el sueño de una educación alternativa y transformadora, estaba al caer.
Juan Pablo nació en septiembre de 1983, un mes después de que otro golpe de Estado pusiera fin a la dictadura de Efraín Ríos Montt. Creció en una Guatemala en guerra, sumida en un conflicto que se prolongó durante 36 años y que, a su fin, en 1996, dejó un saldo estimado de 200.000 muertos. «De niños vimos cosas que en aquel momento no alcanzábamos a entender», recuerda.
De adulto, el panorama tampoco se presentaba alentador. «Después de veinte años nos dimos cuenta de que el país estaba hecho un completo desastre, niveles muy altos de desempleo, discriminación racial profunda, violencia, drogas, abusos, bandas… Los niños y niñas son obligados a crecer en un ambiente hostil. Una falta de oportunidades conduce a muchos a la bebida, de un sorbo de cerveza a todo tipo de drogas, la calle, la banda y de ahí surge otra generación de odio. Queríamos destruir eso, hacer algo que le devolviera la dignidad al niño, crear un espacio seguro donde pudiera sentirse como tal, asumir una responsabilidad a la que los adultos no han respondido en 70 años». Sabía lo que no quería y era consciente de algo: instalarse en la queja no cambiaría nada.
Una escuela en el garaje
Septiembre de 2006. Juan Pablo Romero le pide prestada parte de la casa a sus padres para montar su escuela popular.
—Esto es lo que quiero hacer el resto de mi vida y necesito la casa.
Con su permiso y unos ahorros equipa el garaje con una pizarra, varias mesas y unas sillas y se planta en la puerta a esperar la llegada de los primeros ocupantes, a la salida del colegio. «Estuve varios días ahí, completamente solo. Los niños pasaban por delante pero no entraba nadie. ¡Claro, parecía una escuela y ellos ya tenían suficiente de eso! Me di cuenta de que así no iba a funcionar y un día decidí dar el primer paso».
—Vengan, les invito a este espacio —les dijo a tres niños que pasaban caminando.
—¿Esto qué es? —preguntaron ellos.
—Será lo que ustedes quieran que sea.
«Al día siguiente volvieron con otros tres más. Seis, doce… y así fuimos creciendo», relata. En menos de seis meses ya no cabían en el garaje y sus padres les acabaron cediendo toda la casa. Se pusieron un nombre, Los Patojos, que quiere decir chavales, «porque así es como nos llamaba mi abuela de pequeños, para recordar de dónde venimos» y se convirtieron en algo más que una escuela al uso. «Los Patojos es una plataforma alternativa de participación comunitaria, otra forma de aprender y de enseñar, un espacio de alta calidad, totalmente humano, donde poco a poco niños y jóvenes van desarrollando el pensamiento crítico y su creatividad, es un proceso de cuidado directo de la vida», destaca su fundador.
Ocho años después de su creación, la «Asociación Los Patojos Sueños e Ideas en Acción» reúne a doscientos niños y niñas de Jocotenango, cuenta con un comedor que sirve cada día entre 130 y 150 platos, una clínica comunitaria y un instituto de acción cultural llamado Paulo Freire en el que se desarrollan todo tipo de talleres: fotografía, diseño gráfico, periodismo, liderazgo, teatro, breakdance, música, informática, malabares… Los fines de semana organizan visitas, festivales de cine, de deportes, de música… «Vamos a rescatar los espacios, en las zonas donde no pasaba nada, ahora va a suceder la vida», pronostica. Un crecimiento exponencial y algo inesperado —por lo veloz— que ha sido posible también gracias al apoyo de organizaciones internacionales como Just World International o la Fundación Give Kids a Chance.
«Cuando eres pequeño no te educan para transformar la sociedad, nosotros lo que hacemos es fortalecer a los niños y las niñas para que sean libres. Acá tenemos algunos maestros que todavía le ponen a los niños tape [cinta adhesiva] en la boca para que no hablen», lamenta Juan Pablo, que ansía «demostrarle a la gente que de Los Patojos saldrán los próximos líderes, profesionales o incluso el futuro presidente o presidenta del país».
«No es una fantasía, hay gente que tiene una vida jodida»
Juan Pablo Romero insiste en la idea de que Los Patojos es, por encima de todo, «un proceso de amor», una demostración diaria del cariño, el respeto y la confianza que se establece entre toda la tropa. «Los niños te abrazan, los adolescentes te tratan como a un igual, están felices, sonríen, eso antes no era lo normal», resalta este joven, consciente de la crudeza del día a día de muchos de ellos. Él mismo ha perdido a amigos de la infancia por culpa de las drogas o las pandillas.
«Esto no es una historia de fantasía, con arcoíris y todos cogidos de la mano», espeta moviendo los brazos irónica y teatralmente. «Aquí hay gente que tiene una vida bien jodida, la mayoría están librando día a día sus propias batallas, con problemas bien fuertes. Hemos perdido a muchos, incluso han matado a alguno que, aunque aún no participaba directamente, ya se había acercado a Los Patojos».
Uno de los momentos más duros fue la muerte de una niña, hace ahora dos años. «Tenía polio y problemas de salud. Vimos que podía haber algo malo pero cuando le dijimos a los padres que la queríamos llevar a un control médico nos dijeron que no, que ella se iba a sanar por oraciones, que la dejáramos. Pero la niña seguía muy enferma y no me importó, un día la llevamos al médico. Tenía una insuficiencia renal en la última etapa, junto a la polio, a la mala nutrición… Una semana antes de que falleciera fui a visitarla y me dijo que había llegado para sacarla de allí. Y no pude hacerlo».
Esta experiencia precipitó la puesta en marcha la clínica, conscientes entonces de que era necesario contar con un espacio de salud. «Ahora llevamos un control más cuidadoso», afirma.
2014, el año del reconocimiento
Este año, el experimento pedagógico de Los Patojos está de enhorabuena. El Ministerio de Educación guatemalteco lo ha reconocido de manera oficial y a partir de 2015 podrá certificar los conocimientos impartidos. Juan Pablo lo cuenta con orgullo, recordando a quienes a lo largo de estos años se han burlado de ellos considerándolos únicamente un «espacio de juegos» y agradecido por la respuesta de la comunidad.
—¿Y si los niños ahora solo quieren ir a la escuela de Los Patojos?
—No lo veo como un problema pero sí, eso va a pasar. El problema será de las otras escuelas, tendrán que ponerse las pilas. Cuando abrimos la preinscripción para el próximo año los cupos se llenaron en una hora. Y lo mejor es que vienen preguntando personas de todos los estratos socioeconómicos, interesadas en que sus hijos estén juntos, sin importar quién tiene y quién no.
Este es uno de sus mayores logros a nivel personal, confiesa. «Yo soñaba con hacer una escuela, no un centro de atención ni de caridad, eso no me gusta, es una falta de respeto que te digan que necesitas caridad. Haber sido reconocidos como cualquier escuela oficial del país es algo grande, ya te puedes morir ahora, ya dejaste esto para siempre, una institución con una filosofía de vida creativa, profunda, intelectual, de visión global pero de acción sumamente local».
No es el único logro. En un futuro próximo comenzará a funcionar la Universidad Popular de las Artes Los Patojos, un edificio nuevo ya en construcción en unos terrenos cedidos. Juan Pablo tiene razones para presumir. «A los 30 años le dijimos al país que íbamos a construir una universidad y lo estamos cumpliendo, y no son logros de un presidente o un empresario corrupto, lo está logrando un grupo de jóvenes soñadores, gente común y corriente».
Además, su historia ha saltado a la CNN. El canal estadounidense lo ha seleccionado como candidato a los premios CNN Héroe del Año, el único latinoamericano entre los diez finalistas. «Que te reconozcan a nivel mundial es una conquista —admite—, el hecho de que se hable de Guatemala como buena noticia y no sólo por el narcotráfico, los homicidios, la violencia… Ver que de la mierda salen uno, dos, tres, algunos punticos de luz que pueden mejorar el camino».
Sin embargo, ni el éxito ni la fama le quitan el sueño a este joven al que le gustaría terminar su vida en la música. «Antes quería ser político pero de un tiempo acá me siento menos interesado a ese nivel porque al final todo esto que hemos logrado sin ser políticos es hacer política. Los Patojos es una forma de revolución política, social, cultural y educativa sin necesidad de usar las armas, de izquierdas ni de derechas, de centros, arriba o abajo… Todo eso no importa».
Publicado originalmente en eldiario.es