En Clarkston (Georgia), una joven jordana está cambiando las vidas de los niños refugiados.
Lumah Mufleh es la responsable de la Fugees Family, un proyecto que, a través del fútbol, ayuda a estos niños a superar el trauma de la guerra y construirse un futuro en el que todos puedan tener las mismas oportunidades.
El encuentro que cambió su vida para siempre sucedió, como suele pasar con los momentos que han de ser determinantes, de la manera más casual. Una tarde de primavera de 2004 Luma Mufleh conducía de regreso a su casa de Atlanta desde la vecina ciudad de Clarkston. Acababa de comprar algo de comida en una tienda de alimentación internacional a la que había acudido buscando los sabores de su tierra natal, Jordania, cuando una imagen le hizo detener el coche en seco. A lo lejos, un grupo de niños de todos los colores y acentos improvisaba sobre el asfalto de un aparcamiento un partido de fútbol sin más portería que un par de piedras, golpeando descalzos un balón hecho jirones, sin árbitro, sin padres, sin toda la parafernalia a la que sus años de entrenadora en Estados Unidos la habían ido acostumbrando. “Verlos jugar así me recordaba tanto al lugar donde crecí…” pensó Luma, dándose cuenta de lo mucho que echaba de menos el fútbol “sólo por diversión”. Unos días después, regresó con un balón reluciente entre las manos y ellos, temerosos al principio, terminaron aceptando a esta extraña en el equipo, ¡cómo negarse a jugar con una pelota de las de verdad! Seis años más tarde, Luma está al frente de la Fugees Family, la primera ONG norteamericana que ayuda a los niños refugiados a reconstruir sus vidas a través de esa pasión compartida por el deporte rey.
Es su primera entrevista con un medio español, de hecho, es la primera vez que concede una entrevista por videoconferencia y le sorprende que la historia de sus chicos, la Fugees Family, haya traspasado el Atlántico. Es viernes, su día libre, aunque le toca dedicarlo a la fatigosa tarea de la búsqueda de financiación. En teoría, hoy no tiene que ver a los protagonistas de las fotos que cuelgan en la pared de su salón (“cada vez voy poniendo más”, reconoce) pero sabe que, antes o después, la acabarán llamando para entrenar un rato. Y no se negará.
Que los fugees, como a veces los llama, son su debilidad y la razón principal de su vida es algo que salta a la vista, pero “coach Luma” es una entrenadora exigente y estricta y tiene muy claro lo que quiere de sus chicos, tanto dentro como fuera del terreno de juego. Esta gran familia la integran hoy 86 niños de 28 países distintos. Munda, Grace, Prince, Salomon, Rooh, Josiah, Mustafah, Jeremiah, Shahir… tienen entre 10 y 18 años y llegaron a Clarkston para tratar de recomponer los pedazos de una infancia rota por esa cosa de adultos que es la guerra.
Pero no siempre es fácil comenzar de nuevo. “Los refugiados empezaron a llegar a Clarkston en los años noventa. A las agencias de reasentamiento les parecía un buen lugar, con facilidades para encontrar empleo porque “está a las afueras de Atlanta, con transporte público y casas más baratas”, explica Luma. Atractivos que, según el New York Times, la han convertido en una de las comunidades más diversas de América. En su instituto estudian chavales de 50 nacionalidades, tiene una mezquita, un templo hindú y existen congregaciones de cristianos vietnamitas, sudaneses y liberianos. Además, puntualizaba el diario en 2007, la única hamburguesería local, City Burger, estaba regentada por un iraquí.
“Al llegar aquí reciben ayuda durante tres meses y después nada, ¿es que estamos locos?”, se pregunta. “Esta gente ha pasado por todas esas guerras, muchos han vivido en la pobreza y sólo les damos ayuda durante tres meses, ¡si ni siquiera pueden hablar el idioma!”. Para sus padres, y principalmente sus madres (pues gran parte de ellas ha perdido a sus maridos) es difícil salir de ese ciclo y más cuando tienen 5 o 6 hijos a su cargo, apunta Luma. Precisamente por este motivo, la Fugees Family pone un énfasis especial en la educación. “Sólo a través de la educación estos chicos pueden aspirar a tener trabajos en los que ganen más de 8 dólares por hora, y ellos lo saben”. ¿Y cómo conseguir que vayan al colegio? La respuesta es redonda: fútbol.
¿Y cómo conseguir que vayan al colegio? La respuesta es redonda: fútbol.
“El fútbol es lo que quieren así que lo usamos para que vayan a la escuela. Les decimos: ‘está bien, puedes entrar en el equipo, pero si no vas bien en clase no jugarás. A mí no me preocupa que ganes, lo que me importa es que apruebes porque no necesitas sólo el fútbol para que te vaya bien en la vida, lo que necesitas es saber leer, saber hablar inglés, ser un chico listo’. Soy muy seria con este tema, incluso si es mi mejor jugador, si no cumple, no juega”. Y la fórmula funciona, en parte, nos confiesa, “porque no tienen nada más”.
Lo que empezó como un grupo de niños ha ido creciendo hasta transformarse en un proyecto que incluye cuatro equipos de fútbol que compiten en la liga de Georgia, apoyo escolar después del colegio y una academia propia. Cada uno de los jugadores debe firmar un contrato con la Fugees Family por el que se compromete a entrenar dos días a la semana y a asistir a las clases tutorizadas, además de respetar sus normas de buen comportamiento y otras cláusulas más curiosas como “no dejar a ninguna chica embarazada” o “llevar el pelo más corto que el de la entrenadora”. Por ahora no les va nada mal. “Tres de los cuatro equipos son ganadores, con los pequeños, todavía hay que trabajar un poco”, dice Luma, aunque de lo que está más orgullosa es de los sueños de sus chicos en el otro terreno. “Ninguno de ellos me dice que de mayor quiere ser soldado o nada por el estilo. Muchos quieren ayudar a sus países de una manera positiva, me siento especialmente feliz cuando me dicen que van a ser maestros… uno de ellos quiere enseñar matemáticas”.
“Escapaste de la guerra y puedes tener una vida buena”
Soñar con un futuro de paz es todo un reto para unos niños que escaparon de la guerra y sus miserias. Algunos han sido niños soldado, otros han visto cómo mataban a sus padres o han sido testigos de cómo violaban a sus madres y hermanas. Uno de los chicos vio cómo le cortaban los dedos a su padre o cómo los grupos rebeldes ponían una pistola en la mano de su hermano dándole a elegir entre matarse a él o disparar a su mejor amigo. Y eligió vivir.
Comparten esta memoria del horror pero no suelen hablar de ella. “Algunas veces, cuando los estoy llevando a su casa en el coche, o cuando estamos juntos fregando los platos, de repente se quedan callados, te miran a los ojos y te lo cuentan, pero la mayoría quiere olvidar, no quieren enfadarse por lo que han vivido, quieren seguir adelante… ves tanta esperanza…”, afirma con admiración su entrenadora.
Es ese trauma compartido y su pasión por el fútbol lo que consigue salvar los escollos de las diferencias, especialmente cuando vienen de países que han luchado entre sí. “Tenemos niños del norte y del sur de Sudán, de Etiopía y Eritrea, del Congo y Uganda, puede que sus padres no se hablen entre sí pero ellos juegan en el mismo equipo, escaparon de la guerra y tienen la oportunidad de llevar una vida buena”, resalta Luma recordando que es mucho más lo que tienen en común que lo que les diferencia. “Se tratan unos a otros como hermanos y fueron ellos mismos los que se definieron como familia”.
Una gran familia con mucho que celebrar. “Cualquier fiesta que hay, la celebramos. Celebramos las fiestas musulmanas, las cristianas… aprendemos los unos de los otros”. Tal es así, cuenta Luma, que “hace dos años, durante el Ramadán, algunos chicos del equipo ayunaron conmigo sólo porque querían saber qué era eso”.
Luma es mucho más que una entrenadora, hasta el punto de que muchas de las madres, que la llaman “hermana”, le han dicho alguna vez que si algo les sucediera quieren que sea ella quien cuide a sus hijos, y eso que, cuando llegó a los Estados Unidos para estudiar Antropología, jamás pensó que ésta terminaría siendo su ocupación. De pequeña soñaba con convertirse en la primera ministra mujer de su país, hasta que, con 13 años descubrió que ese puesto era asignado directamente por el rey y que lo iba a tener difícil. Pero no se arrepiente de lo que hace. “Con ellos he aprendido mucho más que en la universidad, me han enseñado más de lo que aprendí en toda mi vida. Con ellos aprendes a valorar la bondad del ser humano, no tienen nada y te abren tu casa y te lo dan todo”. Luma es una más en sus familias, incluso fue la encargada de traer al mundo a la hija de Mama Louise, la tía congoleña de Grace, uno de los chicos, una niña que se llamó Aganze Luma Chishibanji.
Precisamente las niñas son parte de los planes de futuro. La Fugees Family acaba de comprar unos terrenos en Clarkston donde, por fin, podrán tener sus propios campos de juego y donde Luma proyecta construir un colegio para niños y niñas refugiados. “Se trata de que reciban la educación que necesitan para que puedan convertirse en lo que quieran llegar a ser, que tengan las mismas oportunidades que cualquier otro niño”.
De momento, están de enhorabuena. El año que viene se gradúa el primero de sus chicos, Shamsoun. “Quiere ser profesor y trabajador social, ayudar a construir escuelas en su país, Sudán”. Con un poco de suerte, el ejemplo de esta peculiar familia se podría reproducir en los países de los que proceden, con eso sueñan muchos chicos. Mientras, Luma sigue entrenando, a la espera de que dentro de unos años regrese alguno de los fugees y ella pueda entonces retirarse. Pero para eso, todavía falta un tiempo y muchos partidos que jugar.
Publicado originalmente en Periodismo Humano