The Killing Fields o Los Campos de la Muerte, es la imagen que el mundo asocia con el genocidio camboyano: miles de cadáveres sembrados en campos de arrozales, que sirvieron para sepultar a una cuarta parte de la población de este país asiático, en tiempos de un enloquecido régimen purista. Hoy, a más de 40 años de terminada su particular guerra, un ex niño soldado, empecinado en desminar el suelo de Camboya, una joven abogada, obstinada en la reconciliación interna, y la empecinada búsqueda de belleza que hacen, con todo en su contra, miles de ciudadanos mutilados por armas sembradas en los años 70, hacen pensar que algo nuevo y mejor, está por fin floreciendo en esta tierra, alguna vez sembrada de muerte.
El 10 de diciembre de 2010, justo el Día Mundial de las Personas con Capacidades Diferentes, un peculiar premio era entregado en secreto a la joven camboyana Dos Sopheap, que, con apenas dieciocho años se convirtió en la primera (y hasta hoy única) Miss Mina Antipersonal de ese país asiático, en un concurso extravagante y notorio que la prensa internacional denominó en su momento —de manera agridulce pero real— «miss mutilada».
Convocado en 2009 en todo Camboya, después de su primera y exitosa versión del año anterior en Angola, África, este singular concurso de belleza denominado originalmente Miss Landmine fue la manera que el artista noruego Morten Traavik encontró para hacer una bella (y al mismo tiempo durísima) denuncia sobre las miles de víctimas que cada año cobran en el mundo las minas antipersonal, estos artefactos de guerra sembrados todavía en la tierra de por lo menos sesenta países y que siguen cosechando dolor y muerte incluso en lugares donde se está intentando dejar atrás las beligerancias para volver a vivir la paz.
Muchos calificaron este concurso como algo mórbido y espantoso. Yo soy artista y lo que busqué con Miss Landmine fue mover consciencias, mostrar que el horror lo hacemos nosotros, y a pesar de eso la belleza continúa ahí, abriéndose paso y sobrellevando la vida. A mí me acusaron de machista, de explotar a las mujeres que participaron, pero en realidad creo que lo que resultaba insoportable para muchos críticos moralistas era ver cómo el mundo sigue —literalmente y a estas alturas de la historia— haciendo explotar personas: mujeres, hombres, ancianos, niños. Esto es lo verdaderamente monstruoso. Porque la belleza es siempre una metáfora de algo más, por eso quise que viéramos esta belleza brutal, que no muere a pesar de la guerra, esta belleza natural que sigue viva en los individuos y en los pueblos que, con su actitud, dejan de ser víctimas para convertirse en valerosos sobrevivientes. Sufrir una amputación y a pesar de la pérdida seguir adelante. ¿No es esto una verdadera belleza?
Noruega, el país de donde es originario este artista, pertenece —junto con Japón, Dinamarca, Canadá, Suiza y más recientemente Estados Unidos— al grupo de las principales naciones que anualmente donan millonarios fondos para la asistencia a las actividades relativas a las minas antipersonal, armas soterradas, arteras, que también matan, pero que más bien fueron inventadas —y siguen siendo usadas— para herir y reducir, para cortar el avance mutilando al enemigo; armas que son sembradas durante la guerra y que cosechan terror aún en tiempos de paz; armas escondidas que todavía hoy emergen y explotan; armas que fueron prohibidas hace más de quince años, pero que están lejos, muy lejos de desaparecer.
Dicen los recuentos oficiales hechos por un seguimiento internacional de corta historia pero de daños largos, que tan solo de 1999 (año en que entró en vigor la Convención sobre la prohibición de minas antipersonal, también conocido como el Tratado de Otawa) a 2012, estas armas habían cobrado la vida total o parcial de más de cien mil personas1 que jamás se involucraron en los combates, pues más del ochenta por ciento de las víctimas de las minas antipersonal son civiles, y cuarenta y seis por ciento de ellos son menores de edad; muchos, de hecho, nacidos años después de terminada una guerra que no acaba de dar tregua a las regiones y países que son, literalmente y hasta la actualidad, un peligroso «territorio minado» donde, en términos físicos, económicos y sociales, se hace muy difícil avanzar.
Hoy, tanto las Naciones Unidas como diversas organizaciones internacionales dedicadas al monitoreo, la extracción y la concientización sobre estas armas ya prohibidas pero todavía largamente utilizadas, admiten que en más de sesenta naciones quedan unos ciento diez millones de minas antipersonal sembradas, y cuyas traicioneras detonaciones minan —literalmente— a unas diez vidas por día en promedio, especialmente vidas de jóvenes y niños que ignoran o desconocen los letreros de advertencia (cuando los hay) y se aventuran a jugar en campos que parecen apacibles, pero que son mortales.
La mayoría de los países afectados por esta siembra venenosa ya no están en guerra, o al menos no de manera oficial, pero estos artefactos, que permanecen activos hasta cincuenta años, impiden que naciones que intentan pacificarse (como Angola, Bosnia–Herzegovina, El Salvador, Nicaragua, Perú, Mozambique, Colombia o el Sahara Occidental, por mencionar algunos) logren este objetivo; mientras que en naciones con conflictos armados superpuestos y todavía abiertos (como Irak, Somalia, Sudán o Afganistán, por mencionar otros tantos) la anhelada paz social no puede aún distinguirse ni de lejos.
El reino de Camboya, la segunda sede después de Angola del concurso ideado por Morten Traavik Miss Landmine, es un oscuro ejemplo de cómo y cuánto las minas antipersonal siguen marcando su destino. A más de cuarenta años de haber culminado (oficialmente) su última guerra, se calcula que Camboya todavía guarda en las entrañas de su tierra unos cinco millones de minas antipersonal: el fatal remanente de los más de diez millones que le fueron sembradas en la década de los años setenta.
Para hacerse una idea de los estragos que en este país asiático han causado las minas, existe una estadística extraoficial que cuenta, de 1979 hasta 2013, alrededor de sesenta y cuatro mil víctimas asesinadas o mutiladas por estas armas, todavía fabricadas y hasta perfeccionadas (si es que tal término puede usarse) en los países —aparentemente— civilizados, mismos que las venden impunemente a los países donde —aparentemente— reina la barbarie, condenando con este infame tráfico, al mismo tiempo prohibido y legal, el presente y el futuro de naciones o regiones que reciben este emponzoñado regalo de guerra.
Sembrar paz en los campos de la muerte
La joven Dos Sopheap, de la provincia camboyana de Battambang, situada al noroeste del país, fue coronada Miss Landmine en 2010 cuando tenía dieciocho años; según la primera parte de su ficha técnica de este concurso de belleza, es soltera, no tiene hijos, es estudiante y sueña con trabajar algún día para una ong; su color favorito es el rojo, un color que también se adivina en la segunda parte de su ficha técnica: fue herida en 1996 con una pma–2, una mina que libera una presión de ocho kilogramos o más del explosivo usado (unos cien gramos de trinitrotolueno, mejor conocido como tnt), y cuya manufacturación cuesta entre tres y diez dólares, una muy letal baratija.
La mina que hirió a Dos Sopheap fue fabricada por la ex Yugoslavia, un país que ya no existe, pues también se desmembró librando su propia guerra civil, guerra que, entre 1995 y 1998, cimbró a la muy respetable Europa. Por esas mismas fechas, en 1996, un arma europea era la que mutilaba a quien se convertiría en Miss Landmine. La pequeña tenía apenas seis años cuando cayó herida y perdió una pierna. Ella era una niña que vivía en ese alejado país asiático donde la guerra, para su gente, había terminado oficial, pero no realmente en la década de los ochenta.
«Una mina antipersonal es un soldado perfecto: no necesita comida ni agua, no pedirá descanso ni salario, y sabrá esperar pacientemente a su víctima», rezaba una consigna de los Jemeres Rojos, una de las dictaduras más brutales que haya conocido el mundo reciente y que actuaba bajo las órdenes de Saloth Sar, quien tomó el nombre con el que la historia lo recuerda hoy en letras negras: Pol Pot, el invisible pero omnipresente líder de una revolución que quiso ser utopista y que acabó siendo espantosamente orwelliana.2 Durante la rápida y fatal eternidad que duró ese terror camboyano, que fracturó todos los lazos familiares y sociales, él era conocido precisamente con el fraternal distintivo de «el hermano número uno», el Gran Hermano.3
Los Jemeres Rojos, al mando de Pol Pot, estuvieron en el poder solo tres años, ocho meses y veinte días; pero en esos escasos y casi eternos cuatro años, sus hombres vestidos de negro, y que decían estar instaurando el paraíso en la tierra, terminarían por aniquilar a una cuarta parte de la población camboyana. Se calcula —pues resulta difícil saberlo con exactitud— que entre un millón y medio y tres millones de personas murieron en este genocidio perpetrado entre hermanos y por hermanos, todo en aras de crear una economía nacional autosuficiente —según la retorcida idea de Pol Pot— implementando un estado totalmente agrícola, un Estado que renegó de la educación e intentó, con resultados mortíferos, poner todas sus esperanzas en los frutos de la tierra.
¡Sangre roja y reluciente cubre la tierra,
sangre sacrificada para liberar al pueblo;
sangre de trabajadores,
campesinos e intelectuales;
sangre de hombres jóvenes,
monjes budistas y mujeres jóvenes.
Sangre que se arremolina y toma vuelo,
girando en lo alto del cielo,
convirtiéndose en la bandera roja y revolucionaria!4
Aquel era el «glorioso himno nacional» implantado obligadamente durante el régimen de los Jemeres Rojos en 1976, y que se convirtió en una lastimera profecía de lo que acabaría siendo la tierra toda de ese reino asiático.
The killing fields es una imagen que se atribuye a Dith Pran, periodista e intérprete camboyano, y uno de los poquísimos sobrevivientes de aquella masacre nacional5 para evocar lo que vio durante su huida de la crueldad de los Jemeres Rojos: cientos y cientos de cadáveres diseminados por el territorio de un país que logró convertirse en el primer exportador de arroz en el mundo, mientras sus cultivadores eran esclavizados y morían en masa: ejecutados, torturados, hambrientos y olvidados. Metáfora y oxímoron tan terribles como reales; paradojas funestas de un régimen que soñaba con hacer de Camboya una potencia agrícola, al tiempo que iba aniquilando a sus habitantes de todas las edades, de todas las etnias, de todas las religiones y de todas los estratos sociales para luego cubrirlos de tierra, sepultándolos en la profundidad de miles de fosas comunes. Campos sembrados de muerte. Vidas usadas como abono de una guerra que dejó la tierra estéril, y cuya única cosecha real fue el genocidio.
De acuerdo con la información recabada por el Centro de Documentación Camboyano, hasta el año 2010 habían sido contabilizadas 19,733 fosas comunes, oscuros sembradíos que albergaban la exorbitante y terrorífica cantidad de casi un millón y medio de personas ejecutadas y sepultadas, mientras que otra cantidad casi igual de víctimas habría fenecido a ras de tierra: por cansancio, hambre y enfermedades, como consecuencia de las esclavizantes jornadas agrícolas, porque la fertilidad del campo y su productividad a toda costa era justamente una de las principales obsesiones de los Jemeres Rojos.
La otra gran obsesión era «el enemigo», que al inicio del régimen fue personalizado por el capitalismo y todo lo que tuviera algún tinte imperialista venido de occidente. Más tarde, el enemigo fueron los vietnamitas, sus vecinos, y aquellos camboyanos de quienes se sospechaba fueran espías. Pero pronto, muy pronto, el Angkar, que era la organización despersonalizada de un poder que todo lo personalizaba, dejó de confiar en todo y en todos para ir en búsqueda del llamado «enemigo interno», aquel que habitaba «en la mente de los camboyanos». Y con esta magistral creación del mal, todos se convirtieron en enemigos de todos. Las víctimas se convirtieron en victimarios, y los victimarios se transformaron en víctimas. Una espiral interminable que comenzó en 1975, y que hoy, más de cuatro décadas después, no ha terminado. Las tiernas briznas de paz que intentan brotar en ese país de tierra arrasada tropiezan constantemente con una arraigada mala hierba de la violencia brutal y heredada: las minas antipersonal.
Aki Ra, la historia de un «soldado imperfecto»
A su abrupta llegada al poder, los Jemeres Rojos nombraron 1975 como «el año cero», cuando todo debía comenzar de nuevo, cuando Camboya habría de resurgir gracias al producto de una tierra en la que en realidad solamente se fueron sembrando cadáveres. Fue a partir de aquel año que el Angkar, la organización suprema de los Jemeres Rojos, confío su destino y su futuro precisamente a la mente de los más jóvenes, al adoctrinamiento de niños y adolescentes cuyas mentes «no tuvieran memoria de un pasado capitalista». Así, miles de niñas y niños camboyanos fueron las primeras víctimas, reconvertidas después en crueles victimarios.
En su libro El pequeño libro rojo de Pol Pot, en el que da cuenta de la versión camboyana de un drama todavía actual a nivel global, Henri Locard afirma sobre los niños–soldado:
A los seis años se les separaba de sus padres, y el Angkar constituía, para los niños, «su padre y su madre». A partir de los diez años, estos menores se enrolaban en las kang chalat o tropas móviles […] y fueron reeducados y transformados en robots, en máquinas programadas para cumplir órdenes mortales. Arrancados de sus familias a muy temprana edad, y sin haberse embebido de los valores tradicionales, se convirtieron en monstruos sin corazón capaces de cometer los crímenes más atroces.
Fue así como los Jemeres Rojos asesinaron a los padres del pequeño Eoun Yeak cuando él tenía entre cinco y seis años. Huérfano, fue confinado con otros niños de su edad y, más tarde, entrenado para labores militares. Su historia podría ser idéntica a la de todos los niños soldados de Camboya durante la época de Pol Pot, que fueron miles, pero uno de sus superiores descubrió que él tenía habilidades especiales: era perfeccionista y meticuloso, hábil con las manos y rápido de movimientos, por eso lo rebautizaron con el apodo que luego se convirtió en su nombre, y que lo acompaña hasta la fecha: le pusieron Aki Ra, en memoria de una marca japonesa de electrodomésticos, conocida por su alta resistencia.
Hoy, Aki Ra no sabe con exactitud cuándo nació; cree que fue en 1972 o, quizá, en 1973; hay cosas que no recuerda, y hay cosas que, por más que intenta, no puede olvidar; sus primeros juguetes fueron armas reales, y sus primeros juegos causaban la muerte, esto era lo que se esperaba de él, y lo hacía bien. Siendo apenas un niño, ya combatía vestido de negro para los terribles Jemeres Rojos manejando todo tipo de armamento. Eran tiempos de guerra, y el enemigo —según le habían contado sus superiores— estaba en todas partes.
No tendría más de ocho años cuando fue capturado. Con la invasión de Vietnam a Camboya, el pequeño volvía a ser víctima para ser convertido, otra vez y de nuevo, en victimario, pues los vietnamitas utilizaron las habilidades especiales de ese prodigioso niño soldado, y lo obligaron a sembrar los campos camboyanos de cientos de minas antipersonal, un armamento en el que sus minúsculas manos ya se habían vuelto expertas.
De las milicias infantiles de los Jemeres Rojos, Eoun Yeak pasó a las tropas invasoras vietnamitas y, años más tarde, se fue a luchar con el ejército insurgente que buscaba liberar al país tanto de los Jemeres Rojos como de los vietnamitas; así, su infancia y su adolescencia transcurrieron en una sucesión de guerras. Por un destino no elegido, ser soldado fue su oficio y también su forma de vida; empuñó armas y sembró minas para un bando y para el otro con el perfeccionismo que le había valido aquel apodo japonés que puede traducirse como «el claro, el brillante», y cuyo verdadero espíritu solo pudo emerger cuando en Camboya terminaron por fin los combates. Aki Ra tomó entonces el destino entre sus especializadas manos, y no solo el propio, también el de miles de camboyanos; en entrevista con Corresponsal de Paz, afirma:
Yo planté muchas minas antipersonal en Camboya porque creía, de verdad sentía, que no tenía otra elección. Era soldado, pero también prisionero. Eso fui toda mi vida. Pero ahora sé que sí hay otras opciones. En mi vida yo experimenté una transformación. Una transformación positiva […] tal vez fue algo que siempre estuvo ahí, pero que antes no podía ver. Por eso, cuando la guerra terminó, yo me enlisté para limpiar el suelo de minas […] porque las conocía, y yo sabía dónde estaban algunas. Porque quise que la tierra de mi país dejara de producir muerte.
Así, de los varios ejércitos a los que perteneció, Aki Ra pasó al anti–ejército. Aquel niño obligado a ser soldado, y reconocido en batalla por su perfeccionismo, y que se había dedicado hasta entonces a plantar cientos de minas antipersonal, se dedicó entonces a desandar el camino de la guerra, y a arrancar de raíz el mal que había sido sembrado en Camboya.
Cosechar la belleza extirpando de la tierra las semillas de la muerte
En 1990, tras la retirada vietnamita, la onu puso por fin en marcha un plan de paz para la asolada Camboya; y fue hasta 1991 cuando el organismo internacional, a través del Servicio de Actividades Relativas a las Minas (unmas, por sus siglas en inglés) tuvo presencia en el país, e inició un diagnóstico de la situación, solo para descubrir que, en sus poco más de ciento ochenta y un mil kilómetros de superficie, habían sido plantadas más de diez millones de minas: esta era una tierra donde la mortal semilla de la guerra seguía con peligrosa vida latente.
Fue en ese mismo 1991 cuando nació, en la provincia de Battambang, la pequeña Dos Sopheap, quien, años más tarde, en el concurso ideado por el noruego Morten Traavik, sería coronada Miss Mutilada, un título que la joven consiguió a los dieciocho años porque su belleza supo abrirse paso al estallido de una mina que le arrancó su pierna izquierda cuando era una niña de apenas seis años.
Battambang, situada al noroeste de Camboya, es vecina de la provincia de Siem Reap, donde, también durante ese 1991, Aki Ra, un niño raptado y convertido en soldado alrededor de sus cinco o seis años, y quien se convirtió en experto plantador de minas antipersonal durante la guerra, comenzaba oficialmente su propio camino de redención cuando él tenía, también, la edad de dieciocho años.
Ellos, niños víctimas primero, luego jóvenes supervivientes, no se conocen personalmente, aun siendo vecinos de provincia, y con destinos marcados por la guerra; sin embargo, ambos son hoy, cada uno a su manera, símbolos de la actual Camboya, esa que, aún mutilada y sembrada de artefactos mortales, busca que los destinos de sus habitantes de ayer y de hoy, de antes y después de la guerra, puedan encontrarse y reconciliarse en un futuro fértil. Aki Ra, que tiene ahora más de cuarenta años, al menos veinte de ellos dedicados al desminado camboyano, dice:
Cuando vino la gente de la onu para hacer la paz, me dijeron que yo podía ayudar a mi país. Me enseñaron a leer y a escribir y me dieron, por primera vez, un salario. De ellos recibí dinero y comida, y me explicaron cómo desactivar las minas; muchas de las cuales yo había plantado; ahora podía arrancarlas, limpiar la tierra de mi país.
Fue el personal de la onu quien entrenó de manera básica a Aki Ra para desactivar minas antipersonal, pero luego, aquel ex niño soldado volvió a quedar huérfano cuando Naciones Unidas dejó Camboya en 1993. Entonces él, que siendo un niño demostró sus dotes manuales para las armas y la guerra, decidió continuar de manera independiente y en solitario con aquella titánica labor. La meticulosidad de Aki Ra seguía presente, pero ahora, a partir de entonces y hasta la fecha, al servicio de la paz.
Sí, cuando ellos (la ONU) se fueron, yo decidí seguir; tenía una habilidad, y mi vida había cambiado por completo; sentí que podía ayudar a que otras vidas también cambiaran; quería que el mal terminara […] Poco a poco, la gente empezó a conocer mi trabajo: me llamaban cuando había un accidente, cuando alguien resultaba herido o cuando los aldeanos notaban la presencia de minas en sus campos. Al principio lo hacía así, sin equipo de protección. Ayudado solamente con el movimiento de mis manos.
Armado con un cuchillo, una azada y un palo, y protegido por su minuciosidad y su destreza innatas, Aki Ra comenzó a recorrer los campos, las aldeas y los pueblos, detectando la presencia de minas antipersonal; comenzó también a llevarse muchos de estos artefactos a su propia casa, donde, de a poco y casi sin planearlo, fue formando una peculiar colección de un presente que se niega a ser pasado, pero que explica bien por qué y por quiénes, el presente y el futuro de Camboya se encuentran todavía tan accidentados.
El museo de un oscuro pasado todavía muy presente
Dice Albert Camus que «Coleccionar es ser capaz de vivir del pasado propio»; en este sentido, parte de la recuperación de Camboya tras el terrible y desolador paso de los Jemeres Rojos ha transitado precisamente por colectar y exhibir, para visitantes nacionales y extranjeros, lo que significó este tiempo vestido de negro. Así, con el ánimo de recordar el pasado en el presente para evitar que se repita en el futuro, es que los camboyanos han creado, por ejemplo, el Memorial Choeung Ek y el Museo de Tuol Sleng, conocido también como el Museo del Genocidio; ambos directa y dolorosamente ligados a la memoria de los campos de la muerte, los terriblemente célebres killing fields.
A Tuol Sleng, a este edificio que alguna vez fue escuela y luego, en tiempos de Pol Pot, convertido paradójicamente en el peor sitio de tortura, fueron llevados más de doscientos mil ciudadanos para ser interrogados: solo siete personas vivieron para contar lo que se vivía allí, en el lugar a «donde la gente entraba para ya no salir nunca». Ahí, hoy se exponen miles de fotografías y expedientes de mujeres, hombres, ancianos e incluso niños que fueron encontrados todos culpables «gracias» a las abominables torturas que recibieron, y cuyos instrumentos también forman parte de este museo.
De Tuol Sleng los prisioneros eran conducidos al paraje de Choeung Ek para ser ejecutados con palos y machetes porque los negros Jemeres Rojos necesitaban ahorrar proyectiles, por eso hoy este sitio es un memorial que alberga, en una estupa budista, alrededor de unos cinco mil cráneos de víctimas, clasificadas por edad y sexo.
Aki Ra, el ex niño soldado convertido hoy en un perfeccionista extractor de minas antipersonal, también fundó su propio museo, lo hizo de manera espontánea para hacer, quizá, un recuento de su propia redención, o tal vez para no olvidar lo que fue y en lo que se convirtió una vez pasada la guerra. Tras sus solitarias salidas a las aldeas donde su presencia era requerida, comenzó a llevarse los mortales artefactos desactivados a su casa; llegaron a ser tantos que los curiosos y los turistas empezaron a nombrar el hogar de Aki como el Museo de las Minas, y lo era, con la diferencia de que esta peculiar colección no formaba —ni forma todavía ahora por desgracia— una galería que se remitiera a la memoria: se trata de una interminable recolecta de un doloroso presente.
Cuando vi que los turistas llegaban para ver mi colección, se me ocurrió cobrar un dólar por ver lo que tenía en casa: así inició el museo, y el dinero lo usaba para poder seguir con mi actividad de desminado, porque ya no trabajaba para la onu. Ellos ya no estaban, y yo quería continuar, pero necesitaba dinero para hacerlo, y también para poder formar a otras personas que, al visitarme, querían colaborar y ayudar a desminar las tierras de Camboya.
Esto afirma Aki Ra, quien, por increíble que parezca, fue brevemente encarcelado en 2001 por dedicarse a desminar sin contar con una autorización formal. Las autoridades también cerraron temporalmente el Museo de las Minas Antipersonal, pero Aki Ra consiguió fondos internacionales para formarse a Londres y obtener el certificado necesario para desminar. Poco después, llegaron también los donativos para reabrir el museo en un sitio especialmente dedicado a clasificar y ordenar aquellos artefactos de una guerra muerta en apariencia, pero todavía con vida latente en Camboya, una guerra peleada hace más de cuarenta años en esta tierra asiática, y que fue sembrada de horror con mortales semillas manufacturadas no solo por los Jemeres Rojos, sino también y sobre todo, por las respetables naciones del mundo que condenan la violencia al mismo tiempo que la fabrican y la exportan.
William Morse, norteamericano de origen, pero camboyano de corazón, quien funge actualmente y desde hace más de quince años como director del museo fundado por Aki Ra, el Cambodian Landmine Museum Relief Facility, afirma:
En el museo están expuestas alrededor de unas cinco mil minas antipersonal de todo tipo y de varios países […] también tenemos armamento y artefactos bélicos usados en Camboya, pero provenientes de muchas naciones: partes de las miles de bombas arrojadas por los b–52 estadounidenses, misiles, carcasas de proyectiles, ametralladoras, fusiles kalashnikov, granadas de mano, cananas de munición, detonadores… Todo lo hemos encontrado en los campos camboyanos, donde parece que todavía hoy se está librando una guerra […] Aquí, en algunos sitios, es como si el suelo siguiera peleando la guerra de Vietnam, o si la Guerra Fría jamás hubiera terminado.
Gran parte del armamento y del equipo militar que hoy se exhibe en el Museo de las Minas proviene de China, Rusia (que en los años de la guerra camboyana era la hoy extinta Unión Soviética), Vietnam, Corea del Norte, la ex Yugoslavia y de varios países europeos que proveyeron, en su momento, la indumentaria bélica que permitió el terrible genocidio camboyano. No puede faltar ahí, por supuesto, una amplia presencia armamentística de Estados Unidos, una de las naciones que, aunque ha hecho recientes anuncios informales de su «intención» de dejar fabricar minas antipersonal, a la fecha no ha firmado todavía, y menos aún ratificado, el Tratado de Otawa referente a la prohibición de minas antipersonal, vigente en el mundo desde 1999.
De hecho, durante la guerra contra Vietnam (1959–1975), Estados Unidos lanzó de manera ilegal, pero de forma bien maquinada, constantes bombardeos sobre una Camboya que se había declarado como país neutral en ese conflicto. No obstante, su suelo fue horadado con más de quinientos treinta y nueve mil toneladas de bombas estadounidenses. Es decir, entre 1969 y 1973, la pacífica nación asiática recibió por parte de la nación americana tres veces más bombas que las que se enviaron a Japón durante la Segunda Guerra Mundial. Un ataque a todas luces ilegítimo, desproporcionado e injustificado, que fue autorizado por Henry Kissinger, ese político norteamericano que ese mismo año de 1973 recibió el Premio Nobel de la Paz a pesar de que esta acción extra militar sobre Camboya fue la principal chispa social que encendió la llama de los Jemeres Rojos, roja chispa que se convirtió en fuego, negro fuego que acabaría devastando su propia tierra en los tres años y meses que duró su poder tiránico.
Con voz contundente, el norteamericano Bill Morse, actual director del Museo Antiminas fundado por Aki Ra, que ha recibido apoyo por parte de Canadá, Japón, Australia y también de Estados Unidos, dice:
Las grandes y honorables naciones del mundo han llenado este planeta con sus bombas, sus minas y sus armas; son los países del doble discurso: condenan la violencia al mismo tiempo que fabrican y venden su mercancía mortal; la mayoría de ellos no están prestando hoy ninguna ayuda para el desminado, muchos ni siquiera hablan del tema porque saben que, de hacerlo, los resultados les explotarían en la cara.
De la negrura del Angkar al nuevo resplandor de Angkor
En las escenas finales de The killing fields, Dith Pran, el periodista y traductor cuya vida inspiró el célebre filme, huye con un niño pequeño que, justo antes de alcanzar el umbral de la libertad, muere de manera súbita al pisar accidentalmente una mina antipersonal.
Fuera de la pantalla, lo cierto es que Dith Pran nació en la provincia camboyana de Siem Reap, la misma de donde también es originario el ex niño soldado, y hoy desminador veterano Aki Ra. Aquí precisamente, muy cerca de la frontera tailandesa, se ha restablecido casi en su totalidad el majestuoso valle conocido como Angkor, un imponente conjunto de templos y edificios que datan de la Edad Media, y que fue declarado Patrimonio Cultural de la Humanidad por la unesco en 1992, es decir, cuando recién comenzaban los formales acuerdos de paz para Camboya.
En el sitio arqueológico de Angkor, cuyo nombre es una palabra sánscrita para describir una ciudad, y que constituye una de las principales atracciones turísticas actuales en el país asiático, se han contabilizado hasta la fecha más de novecientos monumentos medievales cuya soberbia perfección arquitectónica, en perfecta armonía con el ecosistema que lo circunda, deja patente cuán avanzada fue la civilización que fundó el nacimiento de la Camboya contemporánea, que cayó en el peor oscurantismo pensable durante la época de los Jemeres Rojos de Pol Pot, quienes poblaron los alrededores de Ankgkor con miles de minas antipersonal, sembradas caóticamente en el terreno por sus niños soldados, quienes obedecían ciegamente las órdenes del Angkar, una palabra que en lenguaje jemer significa «la organización», ese ente que, a más cuarenta años de su desaparición, sigue causando dolor y mutilaciones, sobre todo entre los niños y los jóvenes que siguen siendo sus víctimas preferidas, no importa que la guerra haya —aparentemente— finalizado.
Si Angkor es sinónimo de esplendor, Angkar es sinónimo de oscurantismo. Nadie lo sabe mejor que Aki Ra, quien, siendo soldado, colaboró para este mortal sembradío, y que luego, ya transformado en desminador, se ha dedicado a limpiar Siem Reap, su propia provincia, situada cerca de la frontera con Tailandia (una de las zonas con mayor densidad de minas), en un intento personal por devolver a Camboya parte de su antigua grandeza, esa que reside no solamente en sus monumentos, sino también, y sobre todo, en las vidas de los más jóvenes, los que habrán de edificar una nueva generación de camboyanos sin heridas ni amputaciones.
Hola me llamo Men. Hace tres años, muy cerca de los templos de Angkor, donde vivo, iba con un compañero de la aldea rumbo a la escuela. En el camino, mi amigo se salió un poco de la senda, y pisó por accidente una mina. No recuerdo nada más de aquel día, solo la tremenda explosión. Mi amigo murió. Yo perdí la pierna derecha; la izquierda me la salvaron los médicos después de tres intervenciones. Desde entonces también quedé sordo del oído derecho.
Este es el fragmento de un cuadernillo educativo traducido al castellano que utiliza la ong jesuita Alboan para refugiados. El texto no es reciente, pero sí actual, y lo será todavía por mucho tiempo, pues da cuenta de una dura realidad que tardará en borrarse: hoy, uno de cada 263 camboyanos tiene algún miembro amputado o alguna lesión como consecuencia de las minas antipersonal, y los niños son (todavía) los más afectados. Por eso, en los caminos de todo el reino es frecuente encontrar advertencias y letreros explicativos para que los más pequeños no pisen o toquen ningún artefacto que encuentren a su paso.
En el museo de Aki Ra se exhiben unas cinco mil minas de diversos tipos y procedencias, recogidas en distintas regiones de Camboya, pero estas son apenas un diez por ciento de las aproximadamente cincuenta y cinco mil armas subterráneas que él, con sus expertas manos, ha logrado extraer y desactivar durante sus años de trabajo como desminador, en solitario primero, y acompañado después por el equipo que ha ido formando, y que actualmente es parte de la Organización Camboyana para la Autoayuda en el Desminado (cshd), la ong fundada por Aki Ra, cuyas actividades se mantienen, en gran parte, gracias a la ayuda internacional que reciben, y de los donativos que hacen los visitantes.
El nuestro es uno de los seis equipos nacionales que están limpiando Camboya de minas. Somos unas treinta personas, aproximadamente, y yo las he formado. Pero, además, en el museo trabajan conmigo otras quince personas, porque yo paso mucho tiempo fuera, en los campos. Ellos manejan el museo, y se dedican a cuidar a los niños que tenemos viviendo con nosotros; se encargan de su educación, de sus comidas y de todo lo que necesitan. Mantener este lugar cuesta alrededor de unos diez mil dólares mensuales, que obtenemos de las entradas al museo, de la venta de souvenirs, y de los donativos que nos hacen.
Porque el museo de Aki Ra es mucho más que eso: detrás del edificio principal, hay un sitio a donde el público visitante no tiene acceso, allí hay un patio para juegos, aulas, un comedor y varios dormitorios destinados a los niños que este ex niño soldado ha ido recogiendo y adoptando en sus salidas para desminar Camboya. Son unos treinta o cuarenta niños, niñas y jóvenes; algunos son huérfanos; la mayoría tiene mutilaciones y amputaciones. Todos son, de una u otra forma, víctimas pacíficas de este suelo envenenado de guerra, víctimas recientes de un viejo conflicto que no termina de cerrarse.
La joven esposa de Aki, quien fue una de sus primeras alumnas en el entrenamiento de desminado, murió en 2009 por complicaciones de parto. Junto con ella, el joven desminador tuvo tres hijos, dos niños y una niña que se llaman Amatak, Metta y «Mina», nombrada así en remembranza de esos artefactos que todavía son parte de la cotidianidad camboyana.
Bellos brotes de reconciliación en un país todavía poblado de fantasmas
Hoy la población en el país se ha duplicado desde la época en que los Jemeres Rojos arrasaron este reino con su genocida sueño agrícola. Igual que los hijos, propios y adoptados, de Aki–Ra, la mayoría de los habitantes de la Camboya actual no sobrepasa los veinticinco años; se trata, pues, de una generación sumamente joven, que ha nacido en una época en la que aparentemente ya no se libra una guerra, pero según reportes de la organización internacional Save the Children, Camboya sigue siendo uno de los cinco países del mundo donde los niños de las zonas rurales tienen más probabilidades de morir que los infantes que viven en las ciudades.
Pero no es solo el problema de un país literalmente minado lo que aqueja a la juventud y a la niñez camboyana: también están las adoloridas condiciones de una economía lastrada por largos años de enfrentamiento; pero, sobre todo, pesa sobre ellos el plomo invisible de los malos sueños, de la culpa y de la angustia de las generaciones mayores. Aquí, el fantasma del odio pasado no solo se encuentra agazapado bajo tierra en forma de artefactos listos para matar, sino que, además, este fantasma se pasea por sus calles en forma de miles de personas amputadas cuya sola visión impide el olvido y retarda el momento en que Camboya pueda, por fin y de una vez, empezar realmente a experimentar el «año cero» de su ansiada recuperación social.
Theary Seng es hoy una reconocida abogada. Ella también logró huir del terror negro atravesando los mismos parajes sembrados de muerte que cruzó el periodista Dith Pran para alcanzar la frontera tailandesa; siendo apenas una niña, pasó por los campos de refugiados hasta que, finalmente, llegó a Estados Unidos, donde encontró una nueva vida; aunque nunca la abandonaron ni la angustia, ni las pesadillas, ni la necesidad de saber quién, cómo y por qué había asesinado a sus padres.
El genocidio camboyano no tiene comparación. Y hoy, muchos de los perpetradores de aquella tragedia siguen vivos, se pasean por las calles y hasta tienen cargos en el gobierno, y a veces, sus hijos y sus familiares más jóvenes ignoran lo que han hecho sus abuelos, sus padres o sus tíos […] De acuerdo. No creo que nunca vayamos realmente a entender lo que aquí ocurrió, ni cómo pudo ocurrir. Camboya se enfrentó y se aniquiló a sí misma, pero no solo por una ideología […] aquí lo que más influyó fue el miedo… por el miedo a morir, nos matamos los unos a los otros. Las víctimas fueron convertidas en victimarios. ¿Cómo puede eso explicarse algún día?
Autora de varios libros, entre los que destaca su autobiografía, Hija de los campos de la muerte, Seng dejó una exitosa carrera en la Unión Americana para regresar en 2004 a una Camboya que en ese momento abrazaba con esperanza la creación del tribunal para juzgar a los principales victimarios del régimen de los Jemeres Rojos, un proceso pronto frustrado porque los victimarios se consideran todavía como «meras víctimas», como «soldados que obedecían órdenes».
Actualmente, Theary Seng preside la organización Civicus, dedicada a trabajar en la educación civil, en la reconciliación y en la reconstrucción de la paz camboyana, lo hace viajando por los pueblos y las aldeas buscando verdades, enfrentando a culpables y reconociendo, sin más remedio, que, en la mayoría de los casos, ellos también fueron víctimas.
Llevo muchos años trabajando, tratando de encontrar mi propia paz, y de ayudar a otros a que también puedan encontrar la suya. Por ahora vivimos cierta paz, pero la paz verdadera requiere justicia y requiere verdad. Necesitamos reconciliarnos, pero eso va a llevar tiempo y, por más que me duela decirlo, también va a requerir cierto grado de ignorancia de los más jóvenes. Los niños y los muchachos de la Camboya actual han de conocer lo que ocurrió, sí, pero tal vez es mejor que ignoren los detalles sobre la participación que tuvieron sus familias o sus personas más allegadas. Me ha tomado tiempo llegar a esta conclusión, porque aquí siempre surge la pregunta: ¿qué línea divide a la víctima del perpetrador? Es una línea delgada, pero existe. Existió. Y eso es necesario saberlo, solo así podremos sanarlo. Pero, después de todos estos viajes por mi país, y sobre todo, por mi propio interior, yo estoy empezando a reconsiderar las cosas, y empiezo a pensar que tal vez la reconciliación en Camboya solo será posible con cierto grado de ignorancia, es decir, debe conocerse lo que ocurrió para intentar que aquel horror no se repita nunca más. Aquel genocidio no debe olvidarse, pero es mejor evitar entrar en detalles personales. Solo así ahuyentaremos el odio del pasado, que se mezcla con el miedo actual.
La Camboya presente tiene, en muchos sentidos, una «realidad amputada», un fenómeno que también mutila las posibilidades de reconciliación, porque las heridas siguen abiertas, y es imposible cerrarlas mientras las minas antipersonales, a más de cuarenta años de terminada la guerra, sigan dañando a las generaciones más jóvenes. Y aquí, según las creencias profundas de este reino de Asia, el hecho de perder un miembro del cuerpo equivale a perder un trozo de alma. Por eso no es exagerado decir que el alma de todo el país está cercenada.
El trauma atraviesa el cuerpo y el alma de casi todos los camboyanos. Nuestra salud mental sigue encadenada al miedo y, además, nuestra salud física, como país, sigue viéndose afectada día a día: por las minas, y por todos esos campos mortales que quedaron infértiles, por la pobreza, por el dolor social que se convierte en violencia […] Es como si los Jemeres Rojos no se hubieran ido, porque seguimos siendo sus víctimas. A más de cuarenta años de aquella oscuridad, seguimos siendo y estando muy oscuros; seguimos muy rotos, por dentro y por fuera. Sé que muchos de los perpetradores solo pudieron elegir entre matar o morir, y que miles de ciudadanos no han logrado ni siquiera reconciliarse consigo mismos. Es por eso que tenemos que dejar atrás a la generación de las pesadillas, para que los jóvenes puedan volver a soñar. En eso consiste mi trabajo, y yo creo en lo que hago, aunque sea muy difícil todavía, porque esos fantasmas no acaban de irse y de hacernos daño, aún a los nacidos en tiempos de supuesta paz.
La propuesta para la reconciliación en Camboya que hace Theary Seng es, de alguna manera, sencilla: que los jóvenes ignoren ciertas particularidades del genocidio para que esa ignorancia limitada facilite los caminos del perdón social. Y es verdad que, con frecuencia, la sencillez de una idea encierra una gran complejidad. Stephen Sumner, canadiense de origen, también él mutilado a causa de un accidente, sabe de soluciones sencillas para resolver problemas complejos: él, que vivía atormentado por el «dolor fantasma» de su pierna amputada, de una pierna que ya había desaparecido, conoció un día la «técnica espejo», inventada por el neurólogo indio Vilayanur S. Ramachandran, y que ayuda a aliviar el dolor de los pacientes mutilados que siguen sintiendo fuertes dolores en un miembro que ya ha sido extirpado de su cuerpo. Físicamente, ha desaparecido, pero el cerebro lo experimenta como una parálisis, una parálisis aprendida. No es real, pero ciertamente causa dolor. Entonces, lo que se hace es reflejar el miembro sano frente a un espejo, con la idea de «engañar» al cerebro, que pensará que el miembro inexistente ha resucitado, y se mueve de nuevo.
Esta técnica, que no ha sido avalada por la ciencia, ha funcionado a muchos pacientes alrededor del mundo, y también le funcionó a Stephen Sumner. Por eso él, curado e inspirado, viajó de Canadá a Camboya; y hoy recorre su lastimada geografía repartiendo espejos y enseñando este sencillo método a los miles de amputados que habitan el país asiático, cuya alma social parece exhibir exactamente los mismos síntomas que sus ciudadanos dañados por décadas de muerte y de explosiones de minas antipersonal, un país que sigue adolorido, y que se siente todavía paralizado a causa de esos «dolores de miembros fantasma» de ayer y de hoy que tienen sus ciudadanos.
Destinos separados por una guerra pasada unidos por el anhelo de una paz futura
Aki Ra, aún siendo un niño, fue victimario y víctima; fue odio y miedo entremezclado; un «excelente» niño–soldado en los tiempos en que el genocidio camboyano todo lo devoraba; hoy, se ha reconvertido en un desminador, capaz de desactivar doce artefactos explosivos en apenas una hora; que es padre adoptivo de muchos niños huérfanos y mutilados, a quienes acoge y enseña a leer y a escribir, afirma que, a pesar de su transformación, las pesadillas de su época negra no lo abandonan, regresan a su cabeza de tanto en tanto, provocándole serias jaquecas y periodos depresivos.
La generación de hoy tiene suerte de no tener las pesadillas que tenemos tantos camboyanos por las noches, las angustias inexplicables durante las mañanas. Para los jóvenes, Pol–Pot es historia, cercana y tal vez dolorosa, pero historia… Hoy tenemos algo parecido a la paz; no es una paz justa todavía, pero al menos hay, por primera vez desde los Jemeres Rojos, una generación que no sufre pesadillas… Yo a mis niños les enseño a veces algo de la historia, pero sobre todo les hablo de las minas terrestres […] no solo para que entiendan que deben cuidarse, sino para que sepan cómo ayudar a limpiar este país y evitar más muertes, más heridos en el presente, a causa de un pasado que no queremos que regrese jamás […] Yo a mis niños les hablo de mi propia experiencia, les digo todo lo que hice y ellos ven lo que hago hoy […] lo que quiero es que sepan cómo fue Camboya entonces, y sepan también cómo queremos que sea. Necesitamos limpiar esta tierra, extirpar de ella todas las semillas del mal, porque solo en una tierra limpia podrá nacer de nuevo la paz, una paz duradera.
En 2010, Aki Ra fue reconocido por la cadena internacional Cable News Network (cnn), como uno de los «héroes del año», en homenaje a las más de cincuenta mil minas antipersonal que él y su equipo han logrado extraer del suelo camboyano.
Precisamente ese mismo año, la joven Dos Sopheap recibía como premio una prótesis para su pierna amputada, y era coronada como Miss Mutilada Camboya, un peculiar concurso de belleza ideado por el artista noruego Morten Traavik, que intentó con este performance visibilizar a las víctimas de las minas antipersonal y, al mismo tiempo, que las propias víctimas pudieran percibirse de otra manera.
Creo que el concurso cumplió su cometido. Nosotros no queríamos convertirnos en una ong ni nada parecido. La idea inicial fue mía, es cierto, pero yo ya he terminado con ese proyecto. He escrito un libro sobre mi experiencia en Miss Landmine para hacer que sus posibles lectores piensen en el tema, pero con eso he cerrado. Si hoy alguno de los países que sufren la plaga de las minas antipersonal —que son muchos— estuviera interesado en retomar esa semilla, yo estaría encantado de asesorarlos, pero creo que son esas naciones y las personas que viven y sufren directamente esta encrucijada quienes han de tomar entre sus manos iniciativas así, iniciativas que rompan esquemas, que cuestionen, que vayan más allá del victimismo, que den pasos no para extraer las minas —que eso ya hay quien lo hace—, sino justamente para extraer sentimientos de mayor conciencia y atención sobre este enorme problema, y sus terribles consecuencias.
La abogada camboyana Theary Seng, que es una belleza típica de ese país, no ha sufrido personalmente los embates de las minas antipersonal, pero ha decidido concentrarse directamente en los pasos de la reconciliación, pasos que se hacen inseguros, precisamente porque Camboya no es todavía una tierra limpia; su suelo ha sido horadado, y de ella brota constantemente un dolor que intenta recordar olvidando y olvidar recordando.
La gente en Camboya quiere, necesita, la paz, pero me temo que no nos hemos atrevido a ser profundos, y profundidad es lo que requiere precisamente este país que fue literalmente enterrado, sepultado en fosas comunes […] los camboyanos prefieren guardar silencio, intentar seguir con sus vidas, creyendo que el silencio los preservará del pasado, pero entonces resulta que el futuro, nuestras generaciones más jóvenes siguen, de alguna manera, siendo víctimas de lo ocurrido durante el reinado del Angkar. Seguimos envueltos en esta escalada de violencia de baja intensidad. Somos un pueblo que no logra reconciliarse consigo mismo […] Por otro lado, están la comunidad internacional y los medios del mundo: ellos también guardan silencio sobre nosotros. Los campos de la muerte son historia. Los camboyanos ya no importamos ni social, ni económica ni mediáticamente. Por eso estoy empeñada en «despertar» tanto a mi propio país como al resto del mundo. Porque la reconciliación verdadera requiere tiempo y espacio.
La historia de Camboya, la pasada y la actual, está justamente llena de estas «pequeñas grandes historias» de personas que, tanto dentro como fuera del país, fueron alguna vez vidas separadas por la guerra, pero que hoy están uniéndose para reconstruir las raíces de este reino asiático. Aunque no se conozcan personalmente, todos ellos están, a su manera, buscando que algo nuevo y mejor florezca por fin en esta tierra.
Algunos datos sobre las minas antipersonal
- Comenzaron a usarse formalmente durante la Segunda Guerra Mundial, tanto en Europa como en el Norte de África.
- Durante la Guerra Fría se intensificó su uso: en Vietnam, el ejército de eeuu comenzó a lanzarlas desde el aire, una estrategia muy usada hasta la actualidad, lo que dificulta aún más su localización y extracción segura, a falta de un mapeo confiable.
- Con el paso del tiempo, muchos ejércitos oficiales o insurgentes las han utilizado, sembrándolas en campos de cultivo, fuentes de agua y sitios que afectaban a los recursos básicos de la población enemiga.
- Se calcula que en diversas regiones del mundo existen (todavía) más de cien millones de minas antipersonal, todas con una vida promedio de unos cincuenta años.
- Anualmente más de veinte mil personas sufren el embate de las minas antipersonal, es decir, cada veinte minutos, una víctima muere o queda mutilada por su causa.
- El noventa por ciento de las víctimas de las minas antipersonal son civiles, sobre todo niños.
- Aún después de finalizada una guerra, su presencia en carreteras, caminos y campos de cultivo es una amenaza constante para la población, lo que impide la vuelta a la normalidad y el desarrollo económico del país tras el conflicto.
- Por regla general, los campos que han sido minados no vuelven a ser fértiles, de tal suerte que la economía de la región o el país afectado estará largamente hipotecada por estas armas, aún después de que se hayan extraído.
- En la actualidad, China, Nepal, India, Irán, Pakistán, Rusia, Vietnam, Corea del Norte, Corea del Sur y Egipto son los países que todavía fabrican y venden minas antipersona; aunque Estados Unidos declaró su «tentativa» a dejar de fabricarlas y venderlas, no lo ha hecho hasta la fecha (2015).
- La mayor empresa fabricante de estos artefactos (aunque no la única) es la estadounidense Claymore, Inc, y «bautiza» a sus minas con este mismo nombre.
- Algunas empresas fabricantes ofrecen, a su vez, el servicio de desminado: tienen un negocio mortal, pero redondo.
- Una mina antipersonal cuesta entre tres y quince dólares; retirarla cuesta entre mil y mil quinientos dólares.
- Los países productores y vendedores de minas tienen un arsenal aproximado de doscientos millones de minas antipersonal que pueden ser vendidas y compradas en cualquier momento por naciones, regiones o incluso milicias que entren en conflictos armados.
- El tratado de Ottawa para la prohibición de minas antipersonal entró en vigor en marzo de 1999, pero sus metas propuestas (a diez años, inicialmente) están lejos de cumplirse en los hechos.
Notas
- De acuerdo con las estadísticas publicadas año con año por Landmine and Cluster Munition Monitor, solo en el periodo que comprende de 1999 a 2012, pudieron contarse 88,140 víctimas de minas antipersonal, pero se trata solo de cifras oficiales.
- Los muchos paralelismos entre la realidad que vivió Camboya bajo el régimen de Pol Pot y la ficción ideada en 1948 por George Orwell en su novela 1984 son de una coincidencia bestial.
- The Big Brother o el Gran Hermano es, de manera indirecta, el personaje principal de la novela de George Orwell 1984: nadie lo conoce, pero su influencia está en todas partes. Ahí radica su poder omnipresente.
- Información tomada del documento El holocausto camboyano, autoría de Fotoaleph.
- Dith Pran (Siem Reap 1942–New Jersey 2008), fotógrafo e intérprete camboyano conocido por haber sobrevivido al genocidio de su país a manos de Pol Pot y los Jemeres Rojos; fue el primero en usar la imagen de «los campos de la muerte» para describir lo que vio en su huida hacia Tailandia. Su vida inspiró la película que precisamente llevaba ese nombre The Killing Fields. Ya refugiado en Estados Unidos, trabajó para el New York Times y, en su activismo a favor de Camboya, presidió la fundación The Dith Pran Holocaust Awareness Project para conservar viva la memoria del genocidio ocurrido en su país.
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