¿Cuánto puede durar el silencio? El que se tragó los recuerdos del 6 de agosto de 1945 de Susumu Tsuboi se prolongó durante 38 años. Una larga digestión de más de tres décadas en las que no parecían existir palabras adecuadas para expresar cuánto vio este japonés desde el momento en que se pararon los relojes de Hiroshima. Pero un día el proceso termina y la memoria se decide por fin a vaciarse y expulsar sus demonios, dejando en el cuerpo una sensación de descanso que sana y reconcilia. Así le sucedió a este hibakusha que, hoy, a los 85 años de edad, recorre el mundo a bordo del Barco de la Paz. Ya ha perdido la cuenta de las veces que ha compartido su historia.
Susumu nos recibe durante la escala que el barco realiza en Barcelona. Pese a la edad y a su aspecto un tanto frágil, camina con cierta rapidez, a pasos cortos y seguros, ayudado de un bastón y de unas zapatillas de deporte impolutas. Con el Mediterráneo al otro lado de la ventana, coloca sobre la mesa unos dibujos hechos por él mismo. “Me ayudan a que la gente comprenda lo que cuento”, explica. Son el guión de sus recuerdos. Y con el orden bien aprendido, vuelve a abrir las compuertas de su memoria.
«Había mucho humo y pude ver la forma de hongo. Mucha gente iba con todo el pelo levantado por el calor, la ropa quemada, caminando con los brazos estirados como zombis»
Al salir a la calle encontró una ciudad destruida y en llamas. “Había mucho humo y pude ver la forma de hongo. Mucha gente iba con todo el pelo levantado por el calor, la ropa quemada, caminando con los brazos estirados como zombis… No entendía nada, era un escenario horroroso, sentí… no sé, es un horror que no se puede explicar”. Recuerda que era incapaz de dirigir la mirada hacia algunos lugares, como un hospital de la Cruz Roja que había frente a su escuela, y cuenta solemne una escena que le marcó especialmente y a la que él sigue atribuyendo el origen de su largo silencio.
“Iba caminando desde Takanobashi a Takasu cuando me encontré con una mujer en el puente Sumiyoshi. Estaba completamente quemada, su cara derretida, los ojos eran solo la cuenca y también la nariz, dos pequeños agujeros. La señora me pedía agua o que la tirara al río, yo no pude hacer nada por ella y, llorando, me fui de allí. Ese sentimiento de culpa por no haber podido ayudar a alguien me acompañó mucho tiempo”, lamenta este octogenario que ya parece haberse perdonado, aunque éste será el único episodio que repita más de una vez a lo largo de la entrevista.
Susumu pudo volver a su casa al día siguiente. A tan solo 450 metros del epicentro del lugar donde explotó la bomba, su casa estaba situada en lo que hoy es la esquina sudeste del Parque Memorial de la Paz de Hiroshima. “Había tantos cadáveres por las calles que tenía que ir buscando por dónde pasar para no pisarlos, gente que se había tirado a pozos de agua, cuerpos quemados a cuatro patas…”. Decenas de miles de personas murieron en las primeras horas, entre ellas la madre de Susumu. “Estaba apoyada sobre el suelo, tenía una gran herida en la espalda pero, extrañamente, seguía bien vestida y no se había quemado del todo”.
Su padre, que casualmente se había marchado el día anterior fuera de la ciudad, sobrevivió. Se encontraron unas horas más tarde, en casa de una hermana mayor que había dado a luz a finales de julio. “Me alegré mucho de ver que mi padre estaba bien”. Pero las elevadas dosis de radiación le provocaron la muerte pasado un tiempo. El marido de su hermana también murió un mes después. Se calcula que, a finales de ese año, fueron más de 140.000 las víctimas de la bomba solamente en Hiroshima.
Volver a empezar
Susumu también había estado expuesto a la radiación. Una semana después comenzó a sufrir fiebres altas que le duraron unos cuarenta días. Por recomendación médica, la familia se trasladó a su lugar de origen, la isla Shodoshima. Allí, pudieron volver a empezar.
«En la isla me di cuenta de la importancia de la educación y el respeto por los derechos humanos en la búsqueda de la paz»
“Al regresar a la isla empecé a dar clases a los niños que no podían ir a la escuela”, cuenta. Iniciaría así un compromiso con la educación de los más desfavorecidos, especialmente de los buraku, la clase social más baja y discriminada de Japón, heredera del sistema de castas de la era Tokugawa (s. XVII-XIX) y comparable a los intocables de la India. “En la isla pude investigar el tema de los buraku y me di cuenta de la importancia de la educación y el respeto por los derechos humanos en la búsqueda de la paz. Me hice muy consciente de la necesidad de la educación e intenté resolver este problema yo mismo”, explica ahora. Allí enseñó a sus estudiantes a leer y a escribir, les ayudó a conseguir el carné de conducir e incluso a encontrar trabajo. No es de extrañar que, 50 años después, sus antiguos alumnos realizaran un libro para recordar aquella época a modo de homenaje. “Me hizo muy feliz”, recuerda entusiasmado.
En 1983 contó por primera vez su historia. “Fue con ocasión de llevar unas firmas a la ONU. Me caían las lágrimas y no me salía la voz, yo quería saltar esa parte de la historia pero todos me pedían que lo contara, que eso era lo más importante”, evoca Susumu, quien reconoce que ahora, “de contarla tantas veces, ya no supone un problema”.
Desde entonces, este japonés ha viajado por todo el mundo ofreciendo su testimonio, particularmente en Estados Unidos y la antigua Unión Soviética, llevando mensajes de paz en los tradicionales farolillos de papel que se usan en determinadas ceremonias. “He visto tantos niños muertos… donde yo vivía murió todo el mundo. Nunca deberíamos repetir esta experiencia, todos los países tenemos que colaborar para tener un mundo sin guerra”, reclama.
Su trabajo en estas tres últimas décadas a favor de la paz y los derechos humanos le ha valido varios reconocimientos, como el Premio de la Paz del Diario Kobe (2010), el Premio al Desarrollo Regional de Nishinomiya (2012) o el nombramiento de Comunicador Especial para un mundo libre de armas nucleares por parte del gobierno nipón. Una vida después de aquel 6 de agosto, Susumu Tsuboi sigue siendo consciente de que «es muy difícil abolir todas las armas nucleares del mundo”, pero cree que “la gente empieza a tener conciencia, que si seguimos luchando lo conseguiremos”. Y seguir transmitiendo ese mensaje, concluye: “Es el trabajo de mi vida”.
Publicado originalmente en eldiario.es