La ONU acaba de reconocer las violaciones a derechos humanos cometidas contra los papúes durante seis décadas
1,8 millones de papúes solicitaron a la ONU una votación para obtener su independencia
La enorme riqueza de Papúa Occidental ha sido también la desgracia de sus habitantes.
La isla es abundante en gas, oro, cobre, pescado, madera, aceite y la mayor parte del territorio es aún selva virgen donde se siguen descubriendo nuevas especies de plantas y animales. Papúa Occidental es el hogar de 250 tribus con idiomas únicos dedicadas a la agricultura y la caza; se ubica en la parte occidental de Nueva Guinea, 200 kilómetros al norte de Australia.
Pero el bello paisaje de Papúa contrasta enormemente con la vida de sus pobladores. A lo largo de seis décadas, los papúes han padecido un genocidio lento y silencioso; acallado por los intereses económicos de Indonesia y un puñado de empresas trasnacionales en complicidad con Australia y Gran Bretaña. Una larga tragedia que empieza ahora a ver el final.
El pasado 25 de enero de 2019 la Organización de las Naciones Unidas (ONU) aceptó una petición firmada por 1,8 millones de papuanos en la que, entre otras cosas, solicitan una votación para poder obtener su independencia de Indonesia, en virtud del derecho a la autodeterminación.
Además, un grupo de expertos en derechos humanos de la ONU acaba de reconocer este jueves las graves violaciones de derechos humanos cometidas contra los papuanos durante décadas y exigir que se lleven a cabo investigaciones rápidas e imparciales.
Las raíces del genocidio
El genocidio se remonta a 1962, cuando los colonizadores holandeses entregaron Papúa Occidental en manos del gobierno indonesio, un movimiento que fue respaldado por Estados Unidos con un doble objetivo: alejar a Indonesia de la influencia soviética y abrir paso a las corporaciones norteamericanas hacia las abundantes riquezas de la isla.
En 1969, y luego de una brutal invasión que mató a más de 30.000 papúes, Indonesia logró legitimar la posesión de Papúa Occidental mediante un referéndum controvertido, alrededor de mil personas fueron seleccionadas para votar bajo la supervisión de los militares indonesios.
«La llamada Ley de Libre Elección que dio lugar a que Indonesia declarara que Papúa Occidental era suya fue un fraude total […] los seleccionados fueron en gran medida obligados a aceptar la integración”, aseguró Lord Harries de Pentregarth, ex obispo de la iglesia anglicana en la diócesis de Oxford, Inglaterra.
Desde 1969 la ocupación militar indonesia ha reprimido cada movimiento independentista, cobrándose la vida de más de 500.000 papuanos; ha prohibido portar la bandera del sol naciente, así como varias de sus tradicionales locales; ha violado sus derechos humanos, cometido masacres y asesinatos. Los papuanos han sido relegados a trabajos de baja categoría y a convertirse en una atracción turística.
Poderosos intereses empresariales
Indonesia puso la mesa para que diversas transnacionales se sirvieran con la cuchara grande de las riquezas naturales de Papúa Occidental. A cambio, las poderosas compañías se convirtieron en sus generosas benefactoras.
Ahora, la posible independencia amenaza las millonarias ganancias de las compañías y los dividendos que recibe Indonesia porque implicaría la tan anhelada autodeterminación.
El gobierno indonesio comenzó a disponer de la riqueza de Papúa Occidental aún antes de que se realizara el referéndum. En 1967 firmó un contrato de arrendamiento por 30 años con la empresa estadounidense Freeport-McMoran para la explotación de uno de los yacimientos de oro más grandes del mundo, la Mina Grasberg con reservas valuadas en 100 mil millones de dólares.
“Freeport genera miles de millones de dólares para el gobierno de Indonesia cada año […] paga al ejército alrededor de tres millones de dólares anualmente para recibir protección y asegurar que los papúes se mantengan fuera del área”, asegura la página oficial de la Campaña por la libertad de Papúa.
Otra de las compañías cómplices es BP que, en 2002, arrancó la operación de un campo de gas llamado Tangguh con 14 billones de pies cúbicos en reservas probadas de gas debajo de la Bahía de Bintuni.
BP es crucial para la seguridad energética de Yakarta, la capital de Indonesia, pues la mayor parte del gas licuado que se produzca en Tangguh lo consumirá el país. A la fecha, las regalías de la explotación de gas no han sido entregadas a Papúa Occidental.
Los intereses de BP e Indonesia han resultado en estrechos lazos de colaboración para mantener el status quo. Los guardias de seguridad de BP están espiando a la comunidad local y transmitiendo información al ejército sobre «individuos perturbadores», según reveló un reportaje realizado por New Matilda en noviembre de 2018.
Las fuerzas de seguridad indonesias están estacionadas secretamente dentro de la base de la compañía petrolera; además, policías y oficiales militares de alto rango ya jubilados dirigen un cuadro élite de guardias para BP, armados con pistolas paralizantes y balas de goma que reciben capacitación para detectar agitadores.
Por décadas, los papúes han visto pasar la riqueza de sus tierras para beneficio de transnacionales como BM y Freeport, sin que algo de ese valor revierta sobre sus condiciones de vida.
Papúa Occidental es la región más pobre de Indonesia con una tasa casi tres veces mayor al promedio nacional, así como la tasa de mortalidad infantil y materna más altas del país, el peor sitio en los indicadores de salud y las tasas de alfabetización más bajas.
Muerte lenta e invisibilizada
Las alertas sobre el genocidio que lleva casi seis décadas en Papúa Occidental no son una novedad, pero hasta hoy habían sido desoídas por la Organización de las Naciones Unidas (ONU).
Hace 15 años, un informe de la Facultad de Derecho de Yale aseguró que el gobierno de Indonesia ha «actuado con la intención necesaria para perpetrar un genocidio contra la gente de Papúa Occidental».
Más tarde, en mayo de 2016, la Comisión de Justicia y Paz Católica de la Arquidiócesis de Brisbane declaró que Papúa Occidental está experimentando un «genocidio en cámara lenta […] la población indígena está en riesgo de convertirse en una exhibición antropológica de museo de una cultura pasada».
Las violaciones de derechos humanos se convirtieron en lo cotidiano. “A menudo los soldados obligaban a las mujeres a lavarse en el río antes de violarlas brutalmente frente a sus hijos […] Muchas mujeres jóvenes murieron en la jungla a causa del trauma y las lesiones infligidas durante los ataques que a menudo involucraban mutilación genital… Todos los días tenían que presentarse en el puesto militar para proporcionar alimentos de sus huertos a los soldados, limpiar y cocinar”, cuenta Benny Wenda en la página oficial de la Campaña de Papúa Occidental Libre, uno de los principales líderes activistas por la independencia que actualmente vive exiliado.
Testimonios de papúes aseguran incluso que los militares han llegado a usar armas químicas durante sus redadas en la supuesta búsqueda de promotores de la independencia, incluido el fósforo blanco que ha sido prohibido por las normas de la Convención de Ginebra.
Las personas que asisten a las protestas o que portan la bandera del sol naciente son acusadas de traición y cuando son declarados culpables enfrentan penas de prisión de hasta 20 años o cadena perpetua.
Tan solo en 2016, la policía indonesia arrestó a casi 4.000 manifestantes pacíficos durante las protestas por causas que incluyen el apoyo a la independencia de Papúa, de acuerdo con Human Rights Watch.
La transmigración fue otra de las estrategias para exterminar a los papúes. Hasta 2015, el gobierno estuvo reasentando en campamentos dentro los bosques de Papúa Occidental a indonesios que vivían en regiones densamente pobladas.
Como resultado disminuyeron las insurgencias en la región en la medida en que la población originaria de Papúa se redujo. Actualmente la mitad de los 2,5 millones de habitantes son papúes y la otra mitad migrantes internos.
El mundo ignora el genocidio que se perpetúa en Papúa Occidental porque el gobierno de Indonesia silencia las voces que reclaman la independencia y asedia a periodistas locales y extranjeros que hablan del tema
Indonesia no permite que se usen camisetas de Papúa Occidental, ropa tradicional o joyas en las calles. Hacerlo supone estar contra la integración a Indonesia.
Pero una buena parte del mundo aún no sabe sobre el genocidio que se perpetúa en Papúa Occidental porque el gobierno de Indonesia se ha encargado de silenciar las voces que reclaman la independencia y asediar a los periodistas locales y extranjeros que hablan del tema.
A principios de 2019, el ejército obligó a un periodista de la BBC a abandonar Papúa Occidental y regresar a Yakarta al argumentar que sus declaraciones en Twitter «hirieron los sentimientos de los soldados”.
Indonesia ha encarcelado a periodistas extranjeros que ingresan a Papúa sin permiso, incluso le ha negado la entrada al relator de derechos humanos de las Naciones Unidas, a pesar de que en 2015 Joko Widodo, presidente de Indonesia, anunció que abriría la región a periodistas extranjeros luego de décadas de bloqueos de medios.
Algunos de los activistas han sido sospechosamente atropellados en las calles, noticias que no aparecen en los medios locales porque están controlados por el estado indonesio.
Cualquier figura pública que hable sobre movimientos de libertad debe tener mucho cuidado con lo que come o bebe, en 2004 Munil Thalib, uno de los activistas de derechos humanos más destacado, fue envenenado en un avión que viajaba de los Países Bajos a Indonesia.
La gigantesca industria del cine estadounidense participa de la omisión. En 2013, Greg MacGillivray, nominado al Óscar en dos ocasiones, y Stephen Judson, dirigieron “Viaje al Pacífico Sur” un documental sobre la diversidad de ecosistemas de Papúa Occidental que omite cualquier mención a los problemas de la región como el genocidio, la pobreza o el analfabetismo.
El documental asegura cosas como “fue tan maravilloso entrar a este pueblo donde la vida es simplemente alegre” y que la vida «florece» para ellos sobre el mar.
Complicidad de poderosas naciones
Los intereses económicos de poderosas naciones como Australia y Gran Bretaña han hecho que éstas miren a otro lado e ignoren el genocidio; Indonesia es un importante socio comercial de ambos países y un aliado clave en el combate contra el terrorismo.
Tan solo Australia tiene una inversión directa estimada en 10.000 millones de dólares australianos en Indonesia, un tercio en el sector minero. La corporación australiano-británica Rio Tinto posee una participación en la mina Grasberg que le da derecho al 40% de la producción hasta 2021.
En Freeport, la propietaria mayoritaria de la mina, participa Carl Icahn como su tercer mayor accionista, quien fuera asesor especial del presidente de los Estados Unidos, Donald Trump.
Durante años, Rio Tinto ha trabajado estrechamente con los militares indonesios para proteger a la mina de oro más grande del mundo.
En 2006, Australia firmó con Indonesia el tratado de Lombok que estableció «la no injerencia en los asuntos internos de los demás», de forma que silencia cualquier reconocimiento del genocidio por parte de Australia, desde esa fecha tampoco acepta ningún refugiado proveniente de Papúa.
Australia, Gran Bretaña y Estados Unidos han apoyado el entrenamiento y han financiado a la fuerza policial antiterrorista de Indonesia conocida como Destacamento 88, que tortura y mata a activistas.
Una esperanza que al fin se materializa
Luego de seis décadas de solicitudes de independencia rechazadas, el 25 de enero de 2019 las Naciones Unidas por fin aceptaron una petición firmada por 1,8 millones de papuanos, el 70% de la población.
Los papuanos solicitan tres cosas al organismo internacional: primero, que designe a un representante especial para investigar las violaciones a los derechos humanos; segunda, volver a poner a Papúa Occidental en la agenda del Comité de Descolonización y tercera, celebrar una votación supervisada internacionalmente en reconocimiento al derecho de autodeterminación que les fue negado en 1969.
La reacción de los políticos indonesios a la petición fue hostil. El jefe del ejército indonesio en Papúa Occidental, Muhammad Aidi, negó que 1,8 millones de papúes la hubieran firmado al argumentar que gran parte de la población «todavía vive como en tiempos prehistóricos».
Varios de los involucrados con el movimiento de independencia han sido reprimidos, Wene Bahabol, organizador de la petición fue arrestado por la policía y el activista Yanto Awerkion, fue encarcelado con cargos de rebelión después de celebrar una reunión de oración sobre la que habían notificado a las autoridades.
Sin embargo, hay buenas noticias para los papúes, luego de que Indonesia concediera al Alto Comisionado de la ONU entrar a Papúa Occidental, el grupo de expertos emitió una declaración sin precedentes que condena una «cultura de impunidad» en torno a los abusos de derechos humanos y hace un llamado a «aquellos que han cometido violaciones de derechos humanos contra la población indígena de Papúa» a «rendir cuentas».
Si bien aún no se reconoce oficialmente el genocidio, el grupo de expertos en derechos humanos de la ONU aseguró que deben llevarse a cabo investigaciones rápidas e imparciales sobre los numerosos casos de presuntos homicidios, arrestos ilegales y tratos crueles, inhumanos y degradantes contra los papúes por parte de la policía y el ejército indonesios apenas el 21 de febrero de 2019.
«Instamos al gobierno a tomar medidas urgentes para prevenir el uso excesivo de la fuerza por parte de la policía y los oficiales militares involucrados en la aplicación de la ley en Papúa. Esto incluye garantizar que aquellos que han cometido violaciones de derechos humanos contra la población indígena de Papúa sean responsabilizados”, aseguran.
Los papúes conservan la esperanza de que la tecnología y el reciente reconocimiento de las violaciones a derechos humanos por parte de la ONU se conviertan en pasos firmes para lograr la tan anhelada independencia.
“Gracias por tu paciencia, tu fuerza y tu espíritu. Gracias a tantos de ustedes por tener el valor de firmar la histórica Petición de los Pueblos, su voz está ahora en manos de las Naciones Unidas. Estamos avanzando, juntos, en unidad,” declaró Benny Wenda el día que entregó la petición a la ONU.